domingo, 1 de noviembre de 2009

Luna nueva

Pensé brevemente en los tópicos, como el de que supuestamente uno ve desfilar su vida entera ante sus ojos. Yo tuve más suerte. Además, ¿para qué quería una reposición?
Le estaba viendo a él, y no tenía ya voluntad de luchar. Su imagen era vívida, mucho más definida que cualquier recuerdo. Mi subconciente había almacenado a Edward con todo detalle, sin fallo alguno, reservándolo para este momento final. Podía ver su rostro perfecto como si realmente estuviera allí; el matiz exacto de su piel gélida, la forma de sus labios, la línea de su mentón, el destello dorado en sus ojos encolerizados. Como era natural, le enfurecía que yo me rindiera. Tenía los dientes apretados y las aletas de la nariz dilatadas de rabia.
¡No! ¡Bella, no!
Su voz sonaba más clara que nunca a pesar de que el agua helada me llenaba los oídos. Hice caso omiso de sus palabras y me concentré en el sonido de su voz. ¿Por qué debía luchar si estaba tan feliz en aquel sitio? Aunque los pulmones me ardían por falta de aire y las piernas se me acalambraban en el agua gélida, estaba contenta. Ya había olvidado en qué consistía la auténtica felicidad.
Felicidad. Hacía que la experiencia de morir fuese más que soportable.
La corriente venció en ese momento y me lanzó violentamente contra algo duro, una roca invisible entre las tinieblas. La roca me pegó en el pecho con dureza, como una barra de hierro, y el aire escapó de mis pulmones y salió por mi boca en una nube de burbujas plateadas. El agua inundó mi garganta, me asfixiaba, me quemaba, mientras la barra de hierro parecía tirar de mí, apartándome de Edward hacia las oscuras profundidades, hacia el lecho oceánico.
Adiós. Te amo, fue mi último pensamiento.